Marchita felicidad que reincide.


Fuimos cintas magnetofónicas destripadas,
por la ventanilla,
al preciosista baile del viento y los kilómetros.


Y en cada cambio de rasante, en todas las curvas,
desafiábamos a la encapuchada.
Esquibamos la siega al borde del despeño.

Y del embriagador elixir de los flujos,
fuimos el rubor. Arañazos, chupetones.


Solos, únicos,
en la multitud que fue tan sólo decorado,
inerte, inútil e inválida; juntos.

Desvelos por un punto último,
una incognita de dolor.
Una variable con ojos de asesina,
terminadora.


Pero ni los finales son para siempre
y el circulo es cerrado.

Y aunque tu diadema no es ya de doce estrellas,
las circonitas brillan como mil soles al adentrarse al tunel.
Como el de un tren chirria el freno, pero la luz avanza al firmamento.


Pues,
si creo en la eternidad es para sonreirla sin soledad;
de tu mano.